Melek.
La calle seguía desierta.
Sólo dos vagabundos separados por cuestiones de especies; Melek y yo. Melek. Un gato callejero, "estambullu", despreocupado habitante de la urbe de todas las urbes, se enseñoreaba en un bote de basura. Metáfora del tiempo, pensé. Cruel metáfora, animal instinto, garra veloz, ojos sin edad.
Así era Melek.
Lo encontré un día vagabundeando, como yo, por las calles de Cihangir. Me miró. Lo miré. Entendí con un solo destello de luz de sus pupilas que había aceptado. Serás mi guía, pensé. Raudo, ansioso por envolverme en la magia gatuna, y temeroso de que el hechizo se conjurara, tomé rápido la calle Susam hacia Kabataş, siguiendo el rastro felino, preciso pero cadencioso, a un tiempo basto y elegante; urbano y salvaje.
Y así anduvimos.
Melek parecía amo y señor de esas calles circulares, de edificios afrancesados sostenidos por balcones de flores eternas donde reposaban -indolentes- las miradas de las viejas vecinas.
Arropado por el viento cálido que surgía del Hariç, Melek conocía como un navegante medieval el sentido de los vientos, las señales de las nubes en sus caprichosos dibujos y el significado oculto de las fragancias del puerto.
Atravesamos callejuelas sombrías y escalinatas de piedra mohosa, que una tras otra subimos, adueñándonos de las colinas de Cihangir. En ese torbellino de imágenes, creí por un instante caer en un sueño dulce y espeso. El sol de mayo me arrulló alguna melodía nacida de un kemence gastado y triste.
Exhausto me senté en un pequeño jardin escondido, casi como avergonzado, en medio de los cafés bulliciosos. Allí descubrí entre el yerbajo sacrílego, la morada de mi guía. Oculto en medio de estelas enhiestas y pétreos grafos árabes, Melek tenía en aquel lugar sus aposentos. En el antiguo espacio de la muerte, el impetuoso Melek se resistía a morir.
Yo ya lo había intuido. Melek era muy viejo, me lo decía su mirada glauca plagada de vidas pasadas y testigo de tiempos idos.
Lo miré. Me miró.
Enseguida lo supe. El paseo había terminado. Cuando nos despedimos, como dos viejos amigos, la calle aún seguía desierta.
Ezequiel Martín Barakat
Istanbul, diciembre 2008