30.6.09

Melek (otra vez)

Melek.

Las calles seguían desiertas. Solamente dos vagabundos, separados por una cuestión de especies: Melek y yo. Me lo habían contado pero no les creí. Siempre he mostrado escepticismo respecto de la comunicación entre seres de especies diferentes pero esa vez mi raciocinio me traicionó. Melek significa ángel en turco y dicen que alguien (entrampado en sus garras de gato y ensueño), lo bautizó así porque su patas semejaban alas de ángel y porque al caminar parecían tomar vuelo. Otros aseguraban que, en efecto, era un ángel caído, que gustaba de disfrazarse de gato para burlar el castigo divino que lo perseguía desde el inicio de los tiempos. Realmente no puedo asegurar de qué naturaleza estaba hecho Melek, pero si sé que a pesar de vivir en el medio del polvo y el gentío de la calle Istiklal, conservaba un blanco intacto, prístino, que acentuaba como dos esferas de zafiro, el azul cerúleo de sus ojos. No parecía para nada un gato callejero, pero si tenía el aire de estambulita, despreocupado habitante de la madre de todas del ciudades; de aquel que ha visto pasar la Historia como quien sigue con la mirada el vuelo rasante de las gaviotas sobre Sultanahmet. Enseñoreado en un bote de basura, Melek observaba a las personas con un interés poco animal por el devenir del género humano.
Todo sucedió por casualidad. Lo encontré una mañana de otoño, de errante caminante como yo, por las calles circulares de Cihangir. Indolente ante el sol tibio sol de octubre, lo descubrí acodado en las escaleras que bajaban al mar. Me miró. Lo miré. Entendí, con un solo destello de luz en sus pupilas, que había aceptado. Serás mi guía, pensé, y de inmediato nos pusimos en camino. Raudo, con un secreto temor de que sólo un instante bastara para conjurar la magia gatuna, tomé por la calle Susam hacia el muelle de Kabatas. Seguía como alucinado el rastro felino, a un tiempo preciso, pero cadencioso; elegante y salvaje, con un dejo de secreta nobleza.
Y así anduvimos horas, que se me figuraron días. Melek parecía dueño y señor de esas calles laberínticas, de gloriosos y decadentes edificios franceses, cargados de balcones cubiertos de geranios. Reposando del trajín de la mañana, las miradas apáticas de las viejas vecinas eran testigo de nuestro periplo. Melek conocía como un navegante medieval el sentido de los vientos y las señales que las nubes dejan en sus caprichosos dibujos; los olores del mar, indiferentes para los limites del olfato del hombre, le indicaban los senderos a seguir. Volteaba la cabeza, la levantaba hacia el cielo, se frenaba, reculaba, observaba atentamente cada sitio que lo rodeaba y como por algún atisbo de nervio humano, me hacía una señal de avance. Arropados por el aire cálido que surgía del Cuerno de Oro, atravesamos callejuelas sombrías y escaleras mohosas, por la que creí adivinar los senderos de las murallas que rodeaban la antigua Bizancio. Subimos por las colinas de Cihangir y seguimos la línea de la otra orilla del Bósforo, oculta en una bruma espesa que apenas dibujaba los minaretes de Hagia Sofía.
Entonces, inmerso en ese torbellino de imágenes y vencido por una densa fatiga, empecé a caer en una especie de sopor dulce y espeso. Una brisa fresca me trajo las notas de alguna melodía gastada y triste, como la de los violines que tocan los gitanos. Exhausto, antes de caer vencido por el sueño, me senté en un pequeño jardín en medio de los cafés bulliciosos que pululan por Cihangir. Allí descubrí, entre las malas hierbas que crecen abonadas por la modernidad desdeñosa, la morada de mi cicerone. Oculto en medio de estelas enhiestas, enmarcada en delicados trazos otomanos, la cabeza tallada de un gato se erguía orgullosa, confiada en que había vencido al tiempo. “Si me llamas, seré tu guía, como ángel que cuide tus pasos”, rezaba la frase críptica. En el perenne espacio de la muerte, el impetuoso Melek se resistía a morir. Algo había intuido yo; su mirada azul no era del reino de este mundo. Patas cruzadas, cabeza en reposo, mirada líquida, Melek se acurrucó en el hueco de la piedra sagrada. Me miró. Lo miré. Enseguida lo supe: el viaje había terminado y debíamos separarnos. Cuestión de especies, pensé.
Cuando nos despedimos, como dos viejos amigos, el sol se ponía sobre el Bósforo, tiñendo a Estambul de naranja y sanguina.

Ezequiel Martin Barakat